Artículo de Elsa Fernández-Santos, publicado en El País, el 12 de mayo de 2013 (
En su famoso ensayo La cámara lúcida, Roland Barthes
apuntaba que toda fotografía encierra una fatalidad —“repite de manera
mecánica lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”— y un
impulso casi religioso: “La fotografía tiene algo de resurrección”.
Barthes llegó aún más lejos al afirmar que la fotografía es la manera en
la que nuestro tiempo asume la muerte. Esta espiral metafísica quizá
explique la creciente fascinación por la fotografía anónima y popular,
un baile de espectros que está haciendo proliferar el rescate —algunos
directamente del cubo de la basura— de archivos desconocidos.
“La fotografía popular, más que ninguna otra, nos pone en contacto
con el pasado y con la memoria”, señala el historiador y académico Publio López Mondéjar.
“La gente se ha cansado de la fotografía vanidosa, de mirar lo que no
entiende, y busca el relato que ofrece la fotografía que no se olvidó de
la fotografía, la que era y es, ni más ni menos, que un sencillo
documento”.
on las historias de Santos Yubero, Ramón Masats, Jordi Olivé... Es la
de Piedad Isla, que se pasó la vida recorriendo, con su bicicleta
primero y su moto después, los pueblos de la montaña palentina con una
cámara de fotos como único equipaje. Captó miles de instantáneas
cotidianas de la España de los cincuenta y sesenta mientras se ganaba la
vida con fotos de carné, de bodas y bautizos. Isla no quería seguir
ninguno de los caminos que la retrógrada sociedad española permitía a
las mujeres de su época. Ni casarse, ni coser, ni vestir santos, ella
quiso buscar su propio camino. “Había leyes que prohibían a las mujeres
hacer muchas cosas, pero ninguna decía que una mujer no pudiese ser
fotógrafa. Así que yo decidí serlo”, dijo poco antes de su muerte en una
entrevista que recoge La voz de la imagen, proyecto documental de López Mondéjar y José Luis López Linares, que recupera el testimonio de estos fotógrafos de oficio.
El legado de Isla ofrece una singular panorámica de costureras,
agricultores, pastores, funerales, matanzas y fiestas. Como ocurre con
la obra del gallego Virxilio Vieitez, cuya exposición en la Fundación Telefónica de Madrid se ha convertido en todo un hito (90.000 vistas) para el centro. O con la misteriosa Vivian Maier,
la niñera que dedicó su vida en secreto a la fotografía, y cuyo archivo
(rescatado por un veinteañero en una subasta local de Chicago) nos
devuelve de manera insospechada a los niños, mujeres, ancianos e
indigentes de las calles del Nueva York y Chicago de los cincuenta y
sesenta. “Ellos son cautivadores porque fueron fotógrafos humildes, sin
pretensiones, es ese encanto lo que resurge ahora con más fuerza que
nunca. Yo jamás cambiaría una fotografía de Cindy Sherman por una de
Vieitez. Sherman solo es testigo de sí misma. Es decir, lo contrario a
lo que debería ser un fotógrafo”, afirma Mondéjar.
El descubrimiento de tesoros en archivos desconocidos mueve desde
hace años al coleccionista estadounidense Robert Flynn Johnson, que en
su libro Anónimos (2004) describe el poder de las imágenes de
autores sin nombre. Un arte accidental que él defiende frente a los que
opinan que sin credenciales de autoría y contexto no hay obras maestras.
Para él, hay millones de fotos esperando ser “descubiertas y
transmutadas: de basura a tesoro visual”.
Más escéptica, la española Lola Garrido, experta en fotografía y
dueña de una de las mejores colecciones de España, cree que los tesoros
solo son un espejismo. “Todos queremos encontrar una mina de oro, pero
yo sinceramente creo que ningún gran fotógrafo es desconocido. La
historia de Vivian Maier es un caso aislado, la excepción de una
historia preciosa. Pero la mayoría de los descubrimientos se quedan en
nada”.
Rescates sospechosos para el fotógrafo Jorge Ribalta, que comisarió en el Reina Sofía la celebrada exposición El movimiento de la fotografía obrera. Hacia una historia política del origen de la modernidad fotográfica.
Para Ribalta, la recuperación de archivos de fotógrafos muertos plantea
además un problema de fondo insalvable: “Un autor es el que selecciona e
interpreta los negativos de su archivo. Vieitez no es un autor, es la
operación, como mínimo discutible, de un comisario o un historiador que
interpreta su trabajo. Parece una tontería, pero no lo es, porque con
cualquier archivo de negativos se puede construir una obra maestra.
Desde un punto de vista historiográfico me plantea un problema de rigor.
La función del autor es hacer su propia selección y si no la hace él
nadie más la puede hacer”. Para Ribalta, “monumentalizar” estas figuras
es un ejercicio de fetichismo que en lugar de cumplir con la promesa de
la modernidad de democratizar la creación logra “paradójicamente” lo
contrario. “La historia de la fotografía no es la historia de las
imágenes, sino de la vida pública de esas imágenes en su tiempo”,
concluye.
El fotógrafo Walker Evans afirmó que la buena fotografía “es y debe ser
literatura” y López Mondejar lo suscribe: “Es algo que los expertos han
olvidado. La fotografía de Virxilio Vieitez de una anciana posando con
su radio no es una casualidad, es una historia: la de una madre que le
manda una fotografía a su hijo junto al nuevo aparato de la casa. Nada
más sencillo que eso. Solo queremos saber, lo necesitamos frente a
tantas injurias, la verdad del tiempo de nuestros padres y abuelos. Y la
fotografía, aunque puede mentir, es la menos embustera”. La eterna
necesidad de creer en lo que se ve. “A la gente le gusta reconocer y
reconocerse, disfruta más”, puntualiza Lola Garrido. “Se ven en un
pasado que no han vivido, pero que les encanta. La atracción por la
nostalgia. El gran público siempre preferirá reconocerse en otra época
que ser contemporáneo, que resulta demasiado difícil”.
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